Albergue La Sagrada Familia, una iniciativa creada desde una comunidad organizada.

Con apenas once años al servicio de la comunidad migrante, el albergue La Sagrada Familia de Apizaco, Tlaxcala, ha atendido a más de 60 mil personas que buscan llegar a los Estados Unidos, destaca el director de este sitio, Sergio Luna Cuat­lapantzi.

El albergue atiende a migrantes en trán­sito que provienen de Belice, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Panamá y Honduras.

Un acto de solidaridad

El 4 de diciembre del año 2000, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el 18 de diciembre como el Día Internacional del Migrante, y recomendó la protección a estas personas por parte de los países integrantes y la obligación de los estados para garantizarla.

Sin conocer esa iniciativa, los sacerdotes José Antonio Manilla y Ramiro Zárate Tónix, así como un grupo de apizaquenses que se preocupaban por proteger y ayudar al próji­mo, fincaron un sitio de descanso para quie­nes soñaban con llegar a Estados Unidos.

Así nació el albergue La Sagrada Fami­lia, ubicado en una superficie de 400 me­tros cuadrados que hoy cuenta con recep­ción, cocina, dormitorios, sanitarios, ropería, oficina jurídica y de psicología, además de un área común donde se imparten talleres y se ofrecen los alimentos.

Visionarios de la primera década del año 2000, y de enorme calidad humana, trascen­dieron a través de la Casa que resguarda historias, asiste humanitariamente a quien lo solicita y garantiza sus derechos humanos.

Más de 60 mil migrantes de varias nacionalidades han sido atendidos en este centro humanitario de Apizaco.

La inmensa responsabilidad de cumplir con lo antes mencionado está en manos del director Sergio Luna Cuatlapantzi, así como del representante jurídico y sacer­dote Elías Dávila Espinoza, quienes coor­dinan al grupo de profesionales integrado por Marcela Guarneros, Jesús Silva, Valeria Lorety Barrientos y Guadalupe Polo. Todos ellos abrieron las puertas del albergue al equipo de la Revista Momento, que durante dos días constató la asistencia humanitaria que brinda a los migrantes.

Ahí también escuchamos historias de algunos migrantes que nos compartieron sus experiencias en este viaje por buscar una mejor calidad de vida.

Suma de esfuerzos

“El 19 de octubre de 2010 abre sus puertas. Digamos que ese es el momento fundante de esta casa. Más adelante, en el 2011, se analiza la necesidad de que este proyecto comunitario se institucionalice, teniendo una asociación civil y una figura jurídica que respalde sus acciones; es así que se acude al obispo de aquel entonces, mon­señor Francisco Moreno Barrón, para pro­ponerle que el albergue La Sagrada Familia fuera acogido finalmente como una obra social de la diócesis de Tlaxcala”. Menciona Sergio Luna Cuatlapantzi.

El director del albergue “La Sagrada Familia” refiere que “este albergue surge como iniciativa de la organización comu­nitaria y para nosotros es fundamental no perder de vista este origen y cómo se articula a través de iniciativas de diversas personas, grupos e incluso instituciones”.

A decir de Luna Cuatlapantzi, en los años 2006 y 2007 la diócesis de Tlaxcala, cons­ciente del paso de migrantes por esta ciu­dad desde décadas atrás, determinó ins­tituir la Pastoral del Migrante, que en aquel entonces coordinó el padre José Antonio Manilla, quien era sacerdote de la parroquia de La Misericordia; él fue uno de los actores

que empezó a coordinar la ayuda hu­manitaria en Apizaco y en el estado.

Luna Cuatlapantzi resalta que “hoy día, el padre José Antonio Manilla es parte de nuestra asamblea de socios y él recuerda que cuando llegaban migrantes a la parroquia, trataba de darles atención, buscaba espacios en hoteles e incluso a locatarios del mer­cado que les dieran alimento”. Él fue uno de los actores importantes que inició con la asistencia, desde la pas­toral social de la diócesis de Tlaxcala.

El director del albergue agrega: “En este proceso de integración de La Sa­grada Familia se ubica a la migración de origen y tránsito, porque era una problemática que aquejaba a la co­munidad y que debían ser atendidas. Entre los años 2000 a 2004, el padre Ramiro Zárate Tónix, ahora en la pa­rroquia de Santa Úrsula Zimantépec, y en su momento el sacerdote Arman­do Rodríguez, que estaba en la iglesia de Atlangatepec, se acercaron más al fenómeno migratorio de expulsión en esta región y alrededores. Estamos hablando de los años 2005 y 2006”.

Estos dos sacerdotes crearon a través de sus propios espacios procesos organizativos para aten­der la problemática. Así, el padre Ramiro impulsó con grupos pa­rroquiales de Santa Úrsula y Api­zaco ayuda humanitaria. En ese entonces participaban vecinos de la colonia y de la ciudad, que proporcionaban alimentos, ropa, zapatos; incluso algunas personas albergaban a los migrantes en sus casas.

Luna Cuatlapantzi destaca que antes de 2010 prácticamente la mi­gración era un delito, ya que ame­ritaba cárcel, porque todo indivi­duo que ingresaba irregularmente a México, al ser detenido podía ser encarcelado por esa falta. No ha­bía una Ley en la materia en ese entonces y era una constante que las personas migrantes fueran acusadas de alguna otra situación.

Pastoral social

A decir del actual director de La Sagra­da Familia, “el padre Ramiro Zárate fue muy comprometido y con una capaci­dad de articulación con diversos grupos y formó un equipo de jóvenes vincula­dos a los procesos de la Iglesia. Algu­nos de ellos ya tenían experiencia en la pastoral de migrantes, entonces ligada a la Universidad Iberoamericana cam­pus Puebla, a través de su Instituto de Derechos Humanos “Ignacio Ellacuría”. Quienes trabajábamos en aquel lugar habíamos acompañado ese proceso organizativo desde el año 2000 y hubo un instante en el que el párroco convocó a todas estas personas para proponer el establecimiento del albergue, para que diera respuesta a sus necesidades. To­dos vieron favorable el momento y así la institución de nivel superior aplicó un sondeo en la zona, a fin de conocer las expectativas de los vecinos de la colonia sobre la aprobación del refugio. El re­sultado fue que había condiciones para la instalación de la Casa del Migrante”.

Los impulsores de la fundación lo hicieron movidos por la fe y el com­promiso social, sostiene el director del albergue y precisa: “Monseñor Fran­cisco Moreno Barrón vio con buenos ojos la propuesta y es así como la asamblea de socios se integra por sacerdotes de la diócesis y por laicos que en aquel momento contribuyeron en esta institución”.

Para 2012, el padre Elías Dávila Espi­noza asume la coordinación del alber­gue desde la diócesis y la representa­ción legal, tras el lamentable deceso del sacerdote Ramiro Zárate Tónix.

Pero los cambios siguieron, asienta Luna Cuatlapatzi: “Soy director desde hace seis años. Llegué en 2015 y en ese entonces asumí la dirección con mu­chos retos, debido a que el lugar lleva­ba cinco años funcionando y era una casa que surgió en 2008 y 2009 de manera improvisada, ante el paso de migrantes. Las instalaciones reque­rían de atención; ya había crecido un equipo de trabajo, pero siempre este tipo de iniciativas requiere de recur­sos para poder sostenerse. El albergue contaba con ingresos económicos sumamente limitados”.

“Al lado del padre Elías Dávila Espi­noza nos propusimos mejorar las con­diciones en las que opera el centro. Mejoramos un poco la infraestructura, aunque sigue siendo temporal, por­que en el largo plazo, lo que se bus­ca es contar con un sitio adecuado para los retos que se enfrentan hoy en día, así como profesionalizar al grupo de trabajo y sostenerlo, que originalmente eran cinco personas. Hoy somos quince, se nos capacita y profesionaliza. Hay perfiles especia­lizados como psicólogos, médicos y abogados que brindan sus servicios”, detalla el directivo.

“Sabemos que el albergue se sos­tiene con medios y estrategias propias. No recibe financiamiento de ninguna institución de gobierno, ni de la Igle­sia; digamos que eventualmente nos colaboran”, explica Luna Cuatlapantzi.

“Sostener una infraestructura y un equipo que atiende a por lo menos ocho mil personas al año es un ver­dadero reto, porque implica recursos económicos para alimentos, servicios y también para respaldar económi­camente al grupo de profesionales, aunque el albergue se sostiene de manera fundamental del aporte de voluntarios y voluntarias”, subrayó.

“Hay muchos factores que influ­yen, ya que en 2017 y 2018 el flujo de migrantes se mantenía de manera considerable, manejable, diríamos, a la capacidad del albergue, pero en los últimos cuatro años se ha in­crementado hasta este 2021, que es el máximo histórico en dos décadas. Incluso según las estadísticas nacio­nales proyectamos cerrar el año con más de 12 mil albergados, cuando en el pasado atendíamos a cinco o seis mil personas; estamos hablando de un incremento del 100 por ciento”, in­dicó el directivo.

Sergio Luna Cuatlapatzi, Director del Albergue La Sagrada Familia
Sergio Luna Cuatlapatzi, Director del Albergue La Sagrada Familia

“El albergue La Sagrada familia, desde que abre sus puertas en 2010 y 2011, atendió hasta tres mil perso­nas de manera anual; en 2012 se elevó un poco, había sido el año con mayor número de atendidos con seis mil 500. Después, de 2013 a 2015, se mantuvo con seis a siete mil albergados, siempre lo que digo es que estas cifras corres­ponden a los migrantes que logramos registrar en nuestra base de datos”.

De 2018 a la fecha, dice Sergio Luna que “se visibilizan constantes carava­nas de migrantes en el país y el éxodo impacta en el albergue, pues regis­tramos a más de ocho mil personas anualmente”.

“Hasta ahora hemos enfrenta­do esos retos. Recordemos que otro factor determinante en estos 10 años ha sido el incremento de discrimina­ción y criminalización de los migran­tes”, añade.

Retos permanentes

Si bien en 2010, cuando surge la Casa del Migrante, eran menores las mani­festaciones de discriminación a esta población, poco a poco se ha com­plejizado este fenómeno, pues tam­bién ha incrementado la percepción de que los albergados son un peligro o son delincuentes, y eso ha puesto en muchas dificultades al albergue, sostiene Luna Cuatlapantzi.

“Ha incrementado también la vio­lencia en contra de las personas de­fensoras de los derechos humanos de los albergues. Esto nos llevó en 2019 a que el albergue fuera objeto de muchas agresiones y amenazas, al grado de que desafortunadamen­te sufrimos un atentado en nuestras oficinas. Nos quemaron áreas alter­nas en la iglesia de El Carmen; esa fue una situación que enfrentamos y pues a partir de ahí vivimos acoso y difamación por parte de algunos in­dividuos que no están de acuerdo con este servicio”.

El director de la Casa señala que otro reto que involucra al centro son las caravanas, porque saturan los re­fugios en todo el país, incluido este: “no hay que olvidar que los albergues de ayuda humanitaria, sobre todo vinculados a la sociedad civil, somos actores que contribuimos a la protec­ción de los migrantes. Nosotros hace­mos esta labor desde la conciencia social de ayudar”.

Refiere que “no se nos olvide que, en la última década, el gobierno mexica­no cuenta con una política de atención integral a este sector de la población y esta se restringe al control migratorio y a la deportación para disminuir el flujo de personas que llegan al país”.

“Quien ha suplido este trabajo de proteger a los migrantes es la socie­dad civil, sobre todo los grupos comu­nitarios; en México se calculan 150 los albergues que prestamos algún ser­vicio, prácticamente somos las únicas instancias que actuamos humanita­riamente a favor de estas personas, incluso a veces en contra del propio gobierno y de un desinterés de los go­biernos locales”.

De acuerdo con Sergio Luna, cuan­do las caravanas transitan por aquí con 500, 600 o 700 personas, no hay capacidad en los albergues y hay una desatención de los gobiernos estata­les y municipales. Y es que ningún al­bergue tiene los recursos suficientes para atender a todos y esta situación la han observado en los últimos cinco años, sin que el flujo se detenga.

El albergue en sus once años de servicio ha contado con el apoyo fun­damental de las distintas parroquias de la diócesis, que aportan su granito de arena con la recolección y dona­ción de alimentos como arroz, frijol y ropa para proporcionarlos a las per­sonas que se alojan.

Solidaridad continua y apoyo in­ternacional

Proporciona alimentos calientes, descanso, ropa, acompañamiento psicológico y jurídico.

Sergio Luna reconoce el apoyo de es­cuelas, universidades y grupos de la sociedad civil: “las personas jóvenes, muchas de ellas dan su tiempo para apoyar al albergue y también es valio­so para nosotros el respaldo de algu­nas agencias internacionales, como la Agencia de Cooperación de Norue­ga, Ayuda en Acción de nacionalidad española (sic) y la Agencia de Coo­peración Internacional Alemana, que han contribuido en el mejoramiento de la infraestructura y la atención a víctimas de delito y de enfermos que requieren de una atención”.

Para el director del albergue es satisfactorio que en los últimos años lograran el acercamiento con orga­nismos internacionales, como la Or­ganización de las Naciones Unidas, la Organización Internacional para las Migraciones y Cruz Roja Internacio­nal, entre otras, que han contribuido al sostenimiento de este proyecto hu­manitario en Apizaco.

Sergio Luna aclara que México, a diferencia de otros países, carece de zonas de refugiados. En todo caso hay un corredor humanitario; por ello, se pregunta qué pasaría con la pobla­ción migrante si no hubiera este tipo de albergues. Cuántas vidas se ha­brían perdido, cuántos seres humanos quedarían a la deriva y qué sería de las familias que se ven migrando.

—————–La Casa del Migrante cumple su misión gracias a las donaciones de la sociedad tlaxcalteca.

“Lo que queremos comunicar tam­bién es que el albergue es un proyecto de la sociedad tlaxcalteca. Nos debe­mos sentir orgullosos como tlaxcal­tecas que atendemos un fenómeno mundial y regional. No consideremos que estos albergues sean espacios de riesgo, sino todo lo contrario. La Casa es una manifestación de los valores que se fomentan en México y Tlaxcala, la hospitalidad y la solidaridad”.

Y recalcó: “no vienen por gusto, no viajan porque no tengan qué hacer en sus países. Migran por necesidad y también por un derecho a soñar con una vida distinta. No podemos negar­les ese derecho”.

Sergio Luna señala que en esta zona no se tiene el mismo nivel de riesgo de violencia que hay en Vera­cruz o Tamaulipas. “Eso determina el tipo de servicios que brinda cada uno de los albergues”.

“Cuando el migrante llega en con­diciones regulares a este punto, ha viajado de 20 a 35 días tras salir de su país. Ya pasó el sur, que es la parte terrible, [con] largas caminatas, se­cuestros, violencia de la delincuencia común, persecución de las autorida­des migratorias, operativos y afecta­ciones tremendas a su salud, porque recordemos que vienen de climas generalmente cálidos. Nuestro clima es muy frío para ellos, entre otras cir­cunstancias”.

Remanso en el camino al norte

La Sagrada Familia es una estación de descanso, de servicios para reparar fuerzas, por lo tanto, reciben a todo aquel que toque las puertas: hombres, mujeres, niños, mexicanos, extranjeros e incluso se atienden en menor núme­ro a individuos en situación de calle.

“Debo decir que en el estado es urgente una política y acciones con­cretas para atender a la población en estas condiciones porque no existen albergues temporales, comedores o dormitorios que atiendan dichas necesidades. La ciudad de Apizaco, siendo una de las más destacadas a nivel económico, no cuenta con esa infraestructura; por lo tanto, cuando la policía municipal o el DIF estatal atienden situaciones de este tipo no tienen donde albergarlos, entonces en ocasiones tenemos que recibirlos”.

Los migrantes pueden permanecer hasta 48 horas en el albergue. Las ex­cepciones se aplican a mujeres, niños, familias y las personas de la diversi­dad sexual, ya que requieren de más tiempo para planificar su viaje. Otro tanto ocurre si deben recuperarse de alguna enfermedad o quienes pre­sentaron alguna denuncia luego de haber sufrido algún delito.

Sergio Luna explica que se han diversificado los servicios: “el bási­co es la alimentación, de ahí entre­ gamos ropa que nos donan, zapa­tos que siempre son insuficientes. El descanso es fundamental. Cuando el migrante, llega desde que deja el úl­timo albergue, también los asistimos jurídicamente si quieren regularizar su situación, solicitar refugio o acceder a la justicia y se les proporciona aten­ción de medicina básica, entre otros aspectos. En algunos casos los aten­demos a través de la canalización con las instituciones”.

“Prestamos asistencia psicológi­ca, que es un servicio nuevo que es­tamos integrando a nuestro modelo, ya que sabemos que la salud mental es fundamental para todos y sobre todo para esta población que vive si­tuación de vulnerabilidad, por ejem­plo, para las mujeres, la atención se brinda cuando desafortunadamente han sido víctimas de violencia sexual”.

“Además, damos talleres, charlas informativas de prevención de riesgos sobre masculinidades alternativas, porque aquí el 95 por ciento de las personas que recibimos son hombres y de Honduras. Queremos ir, aunque sea limitadamente, contribuyendo a una cultura menos machista”.

“Otra atención que tenemos es el restablecimiento de la comunicación con sus familiares, es decir, el albergue otorga llamadas telefónicas gratuitas, servicio de internet gratuito para que los migrantes estén comunicados con sus familias y esto reduce los riesgos de desaparición o de no localización y si desafortunadamente sucediera, la familia tiene mayores posibilidades de iniciar la búsqueda”.

“Para aquellas personas que de­ciden no continuar su viaje y retornar, nosotros, en coordinación con el Ins­tituto Nacional de Migración, les apo­yamos para que sean devueltos a su país y vamos prestando ya algunos servicios más específicos”.

Sergio Luna aclara que en la Casa no se promueve la migración, ni la obstaculiza “porque afortunadamen­te en estos espacios no se realizan operativos de verificación migrato­ria. El Instituto Nacional de Migración (INM) no puede ingresar, salvo como lo determina la Constitución. Esa gran diferencia permite a los albergados descansar libremente, sin temores”.

“Desde varios años atrás, La Sa­grada Familia es parte de una red de albergues de la dimensión pastoral de la movilidad humana, que es coordi­nada por la iglesia católica mexicana. Tenemos reuniones regionales, nacio­nales e intercambiamos experiencias y servicios; desde el albergue de Pa­lenque, Chiapas, por decir, el migrante sabe que en Apizaco hay un lugar se­guro para descansar o que en Hidalgo encontrarán dos o tres”.

“Les aportamos información, es decir, en el último albergue antes de este, en el de Tierra Blanca, Veracruz, les informan que en Apizaco encon­trarán otra casa y los servicios que se les brindan, incluso si requieren un servicio específico, nos comunicamos entre albergues para informar: ‘Oye, va una persona con esta necesidad. Traten de atenderla o de alertar cuan­do hay una situación de riesgo para la población que reciben’. Hace un tiempo coordinamos acciones con el INM para localizar a una menor que desafortunadamente sus padres su­frieron un accidente, ya que cayeron del tren. La chiquilla de trece años quedó en el vagón y ellos estaban an­gustiados porque no sabían qué iba a pasar. Afortunadamente, al arribo de los vagones detectamos a la peque­ña, la resguardamos y las autoridades hicieron lo conducente”.

Luna Cuatlapantzi reitera: “Son ese tipo de acciones coordinadas que ha­cemos, por lo tanto, saben cuántos albergues hay y a dónde tienen que acudir, porque además la gran mayo­ría de los migrantes ya tiene experien­cia de viaje. Hay quien lleva diez veces intentándolo, debido a que llegaron a cierto punto, los detienen, los regresan y lo intentan otra vez; por eso conocen a qué lugar llegarán”.

De acuerdo con Sergio Luna hay un punto sumamente peligroso para los indocumentados, ubicado en Tierra Blanca, Veracruz, y en Puebla. Ahí fre­cuentemente los bajan del ferrocarril los extorsionan, se cometen abusos sexuales, los despojan de sus pocas pertenencias e incluso les disparan.

La COVID-19: un desafío adicional

Padre Elías Dávila Espinoza. Coordinador y Representante Legal.

“Otro tema es el de la pandemia. Na­die en el mundo estaba preparado para enfrentarla. La epidemia obligó a las casas humanitarias a reforzar todas las medidas de higiene, en La Sagrada Familia decidimos no cerrar las puertas. Sabíamos, como lo dijo el papa Francisco, que una de las pobla­ciones más afectadas iba a ser la po­blación migrante, porque ellos y ellas iban a quedar a la deriva, en situación de calle; sin embargo, muchos alber­gues en el país cerraron”.

“En este albergue, al ser de paso, decidimos como equipo de trabajo mantenerlo con las puertas abiertas, con las medidas necesarias, aunque en un inicio fue todo un reto, porque la población migrante viene expues­ta a la pandemia, violencia, discrimi­nación, a los efectos del clima, está acostumbrado a eso, y de repente les cuesta asumir prácticas de cuidado”, sostuvo Sergio Luna.

“Operamos durante el periodo de pandemia”, señaló el director del albergue, “el equipo de trabajo se enfermó, cinco integrantes salieron bien librados. Hemos tenido 10 casos de migrantes enfermos; sin embargo, solo dos fueron confirmados y afor­tunadamente se les apoyó para que salieran adelante y hoy están en sus países. El año pasado lo cerramos con 4 mil migrantes atendidos”.

Finalmente, el director del alber­gue sostiene que las redes sociales posibilitan la recepción de víveres, ropa y donativos; además, permi­ten la difusión del trabajo: “Ninguna campaña va a lograr lo que logra el contacto directo con las personas. Esa es nuestra invitación, a que vengan a ver, porque en ocasiones nos for­mamos ideas equivocadas sobre la población migrante. A partir de lo que escuchamos nos formamos miedos, temores, e inseguridades y pues lo que decimos es que son hombres y mujeres como cualquiera de nosotros son padres, madres, maestros, pro­fesionistas, albañiles y campesinos, buscando oportunidades de vida”.

Cambio de perspectiva

El padre Elías Dávila Espinoza agrega que “este año cumplimos once años. En estos once años han pasado 60 mil hermanos migrantes. Hemos creado la conciencia en el estado de que el migrante es un agregado; hemos in­sistido en verlos como hermanos, in­cluso atenderlos como al extranjero. Eso implica quitarnos prejuicios, ideas en torno a que el migrante es violento y, sobre todo, fomentar el apoyo a la Casa del Migrante”.

Dávila Espinoza señala que el princi­pal reto es fomentar la cultura de res­peto al migrante, ya que se le confunde con el drogadicto, el vagabundo o el delincuente, y también lo asocian con quien pide dinero en los semáforos.

Contrario a esto, en la Casa del Migrante se ha concretado el refugio para algunos de ellos. Sin precisar ci­fras, Dávila explica que han trabajado coordinadamente con Casa Tochán, de la Ciudad de México: “aquí los he­mos tenido, pero se opta por un es­pacio más seguro e incluso para la realización de trámites. Aquí somos un eslabón de una gran cadena de ayuda. Se detectan a través de una entrevista cuando ingresan a la Sa­grada Familia”.

Por otra parte, se dice gustoso, porque a nivel municipal en Apizaco en este año se creó el área de aten­ción a migrantes. “Para nosotros eso fue un gran logro, porque ya tenemos un interlocutor. A nivel estatal estamos buscando también concretar una ac­ción similar y para ello estamos bus­cando al secretario de Gobierno, para que haya una coordinación en torno a la migración”.

Marcela Guarneros Sánchez, cocinera.
Guadalupe C.Polo Ramírez, Coordinadora de Ayuda Comunitaria.

El representante legal de la Casa señaló que “nosotros tenemos pai­sanos en Estados Unidos y así como queremos que traten a los nuestros, nosotros debemos de tratar al mi­grante centroamericano, porque los haitianos pasan por otro lugar y es que son hermanos de color, de lengua y hasta de fe”.

A decir del padre Elías Dávila, esta ruta es donde pasan los pobres de los pobres, ya que su único recurso es el tren, porque otros ahorran y contratan un guía o coyote que los traslada en vehículo.

Argumenta que el refugio es una respuesta organizada de pobres para atender a otros pobres: “De hecho, no tenemos recursos de los gobiernos estatal o de los municipales, menos del federal”.

De voluntarios a asistentes huma­nitarios

Marcela Guarneros Sánchez tiene 53 años y es la cocinera del albergue. Inicia su actividad a las siete de la mañana, sin la certeza de una hora de salida.

En la Casa del Migrante se ofre­cen alimentos calientes tres veces al día. De enero a octubre de este año se contabilizaron alrededor de 10 mil personas recibidas, lo que se traduce en más de 30 mil raciones de alimen­tos servidos en lo que va del año.

“Yo propongo el menú para el desayuno, comida y cena de acuer­do con la existencia de alimentos. El primer alimento se sirve de 8 a 8:30, a muy tardar. Para el segundo servi­cio preparo arroz verde, guisado de tortitas de pechuga de pollo en salsa enchipotlada, agua de horchata y de postre una naranja; para la noche a veces damos arroz verde, ejotes con huevo y un pan con té”.

“Mi vida ha cambiado desde que estoy en este lugar, al ver cómo llegan golpeados, mujeres con bebés y yo les pregunto por qué vienen y me con­testan [que] por necesidad. También pido por ellos para que lleguen bien a sus destinos, que Dios los acompañe y les abra las puertas a donde quieran llegar”.

Reconoce que la comida es posible gracias a las donaciones. “Los jueves, un banco de alimentos del estado de Puebla nos entrega galletas, pasteles y en ocasiones carne, salchichas, ja­món, frijol y arroz; los viernes nos do­nan verduras o frutas”.

Marcela Guarneros lamenta que en ocasiones las donaciones sean insuficientes, sobre todo cuando se trata de aceite, consomé y jabón.

Jesús Silva Quintero, de 26 años, es egresado de la Universidad Autónoma de Tlaxcala y también forma parte del equipo de trabajo del albergue: “Lle­gué de suerte, porque fui a realizar mis prácticas profesionales en la Técnica 2 y conocí a varias personas de ahí. En ese lapso conozco a Sabi y me invita a acompañarla a ser voluntario, porque ella es menor de edad. Yo pensaba muy diferente antes de entrar acá; yo decía que los migrantes no deberían de estar aquí y cuando ingreso me cambia la perspectiva. Veo que hay mucha humanidad entre ellos, mu­cha empatía, mucha colaboración. Me asombra eso y decido quedarme más tiempo”.

Silva Quintero agrega que “es la experiencia sobre la humanización que viven las personas conforme a la unión. Me refiero, por ejemplo, a que ellos que están sentados y te ofrecen lo que tienen; no es como que digas es mío, yo me lo quedo, no. Es muy humano partir un pan y compartirlo”.

Con apenas tres meses en la Casa del Migrante al momento de conce­dernos esta entrevista, reconoce que su perspectiva de vida cambió radi­calmente, pues antes de ingresar al refugio asumió actitudes de discrimi­nación hacia los migrantes: “de lle­gar como voluntario me veo por más tiempo en el centro. Me han pregun­tado si me involucraría en la parte psi­cológica y he respondido que sí, pero también comenté que a mí no me gusta estar entre cuatro paredes y me gustaría organizar talleres y reuniones para concientizar sobre la liberación emocional de las personas, porque finalmente es un albergue de paso y se quedan con la carga. Eso es lo que quiero implementar y me han dicho que sí, solo que aún no hay recursos”.

“Resulta difícil en el aspecto psico­lógico, porque la terapia lleva tiempo para la persona que realmente lo ne­cesite, por eso lo quiero implementar. No podemos resolver todos sus pro­blemas, pero mi aportación a ellos es escucharlos”, concluye Silva Quintero.

Valeria Lorety Barrientos Velázquez, propietaria de una escuela de estilis­mo establecida en el municipio de Zacatelco, es voluntaria del albergue desde hace dos años. Ella traslada a sus estudiantes para brindar cortes de cabello.

“Decidí ser voluntaria en el alber­gue para ayudar a nuestros hermanos migrantes, porque obviamente tengo la posibilidad. Ayudo con medicamen­tos, con comida o con lo que nece­siten. En esta ocasión hacemos labor social con nuestras alumnas de la escuela, que es algo maravilloso. Ellas aprenden la parte de la técnica y ellos no tienen recursos para ir a un salón de belleza; de ahí la idea de venir una vez a la semana para dejarlos guapos.

Mi satisfacción más grande es observar la sonrisa de todos aquellos que pasan y decirles ahora sí ya que­daste listo para entrar a los Estados Unidos libremente. Siempre les digo a los migrantes que son guerreros y héroes, porque no cualquiera hace lo que ellos hacen”.

Guadalupe Celeste Polo Ramírez, con apenas 25 años, está a cargo de la Coordinación de Ayuda Humani­taria de la Casa del Migrante. “Tengo un lustro en el albergue, llegué por­que estudiaba Ciencias de la familia y realicé mi servicio social y prácticas profesionales en este lugar; posterior­mente me incorporé a las actividades del albergue”.

“Cuando llegué, no sabía de su existencia. Mi contexto cambia porque era un lugar muy chiquito con muchas carencias, pero respondía a las nece­sidades de ese tiempo. Atendíamos a grupos de migrantes muy chiquitos, que no pasaban de 30 personas; por mucho llegaban a 50”.

“Los que ingresan al albergue son

registrados en una base de datos, se les lee el reglamento, revisamos quiénes salen y llegan, para no tener un sobrecupo. Algunos sólo solicitan bañarse o lavar su ropa. También pueden acceder a llamadas telefó­nicas de manera gratuita por parte de Cruz Roja Internacional. La orga­nización paga el servicio para que los migrantes puedan comunicarse con sus familiares y la llamada puede ser de tres minutos en el albergue”.

La coordinadora de Ayuda Huma­nitaria recuerda cuando inició el éxo­do de migrantes centroamericanos: “Me tocó ver casos de chicas que su­frieron situaciones de violencia sexual en el camino y venían con su agresor. A veces no se animan a decirlo y les cuesta, a pesar de que se les puede ayudar. Se siente impotencia, porque rechazan la ayuda y prefieren conti­nuar el camino”.

Historias de migrantes

Zamir es uno de los albergados que nos compartió lo vivido en el trayec­to recorrido: “Tengo 22 años de edad (sic) y vengo de El Progreso, en Hon­duras. En esta casa le apoyan bas­tante a uno; la verdad la vida del mi­grante es difícil y complicada, aparte que se sufre, se pasan tempestades, hambre, sueño y cansancio. Aquí nos ayudan y nos dan ropa”.

Lleva nueve días en Apizaco al momento de conversar con nosotros. Arribó de madrugada y no pierde la esperanza de alcanzar su destino. “Soy militar retirado. Allá fungí como sargento segundo en el escuadrón de defensa aérea situado en San Pedro Sula. Yo entré al país el 13 de enero, solicité refugio debido a que me ame­nazaron de muerte. Ya soy refugiado y hace dos meses mi mamá falleció. Bajé de Monterrey a hacerme cargo de los gastos fúnebres y ha sido com­plicado ahora que volví a México por la Técnica que está situada en Petén, Guatemala, y cayendo en Tenosique, Tabasco. Los de Migración me agarra­ron, les mostré mi credencial y dijeron que no servía. No era así, porque yo ya estaba en el sistema mexicano. Me quitaron documentación privada y cédula y no me los regresaron. Estu­ve 15 días en Tenosique, después me deportaron a Honduras y ya regresé. Espero no me agarren. Mi destino es Monterrey para instalarme perma­nentemente ahí”.

Viste una bermuda que eviden­cia una herida de bala en la pierna derecha, pero se dice satisfecho de que ha recibido la atención médica necesaria en el albergue: “Tuve un ac­cidente hace nueve días en el área de Orizaba. Allá tomé el tren, venían dos amigos míos, pero ellos no lo pudie­ron agarrar y no los he visto. Parado en el vagón a mitad de camino, vi a unas personas; pensé que era Migra­ción o [policías] estatales. Traían dos carros sellados color negro y bajaron unos individuos encapuchados y con armas de alto calibre. Yo volteo a mi izquierda, avanzaban a mí y me bajé del ferrocarril y dispararon. Yo corrí, dejé mis pertenencias, me metí entre un maizal y seguían disparando. Hi­cieron tres disparos, escuché los dos primeros, el tercero no lo oí. En terra­cería me miré el pantalón bañado en sangre por el rozón. Era una profun­didad de dos grados. Una señora me auxilió, me desinfecté y me hizo dos puntadas. Cuando llegué aquí, les reporté mi caso, me atendieron, me dieron medicamentos. No tengo queja alguna”.

“Mi gratitud a La Sagrada Familia. Se han portado excelentemente bien. Hay otras personas que no son así. Hay racismo, hay mexicanos buenos y los hay malos. Cuando uno sale del país es porque uno quiere superarse, salir adelante. El abasto económico está por los suelos, no hay ayuda. Bus­car otro horizonte para ver más de allá de la nariz”.

Herlín Javier

Él es otro albergado en la Casa del Mi­grante. Su rostro refleja preocupación. “Mi esposa viene en la caravana. Nos separamos porque habíamos dejado a mi hijo en el sur y un tío de él nos lo trajo, porque miró que el niño se puso bien triste y lo llevó a Tapachula, Chia­pas. Ahora no sé si encontraré a mi mujer más adelante. Hemos hablado y ella dice que la espere aquí”.

De repente, llora, suspira y dice que se acordó de su mamá, de nombre Deborah, que está enfer­ma. Él es padre de tres hijos; la mayor tiene 18, la segunda 14 y el pequeño que lo acompaña y le da fortaleza es de 13 años.

“Para mí sí vale la pena este re­corrido a pie por montes; los moscos nos picaron e incluso solo comimos naranjas, mandarinas y cañas. Lo que encontramos en el camino”.

“Nos agarró Migración por dos días. Nos trató bien y nos cuestiona­ron si queríamos continuar para arri­ba o regresar a nuestro país. Vieron que lloré por todo lo que habíamos pasado. Un oficial me dijo que me iba ayudar. Nos montaron en la perrera y llegamos a su oficina. Nos atendie­ron y llenamos una hoja; ordenaron que teníamos que ir a firmar todos los viernes”.

Cabizbajo, señala que es la prime­ra vez que está en “La Sagrada Fa­milia”, que le han tratado con cariño y que quiere llegar a Estados Unidos para superarse, tener su casita y sos­tener a su familia.

Alexa

Ella es originaria de Honduras y vivió en carne propia el secuestro. Viaja con su familia. En esta entrevista, delata su tristeza: “Una experiencia muy difícil en México y aún no lo supero. Anterior­mente nos agarró Migración muchas veces, pero ellos nos dejaban y con­tinuábamos. La última vez nos solta­ron en Coatzacoalcos, en la Casa del Migrante de aquel lugar; con la espe­ranza de encontrar un trabajo y sacar papeles, salimos del sitio y nos fuimos al puente de donde sale el bus”.

El arribo a ese autobús fue el peor momento de sus vidas, porque varios hombres lo detuvieron y les solicita­ron sus documentos. “Los agentes nos habían dado un permiso para tran­sitar por ese estado, y les contesté que contábamos con un documento. No les pareció, se enojaron y sacaron sus armas; nos bajaron a todos, nos llevaron a una montaña y la verdad sufrimos mucho. Nos cobraban; por cada uno pedían 200 dólares, dinero que nosotros no teníamos”

Alexa levanta la mirada y dice: “lo que puedo decirles es que uno confía en Dios y debido a que las dos bebés que llevamos con nosotros presenta­ban tos, uno de esos hombres nos dijo: ‘Prepárense, se van con las niñas para que las lleven a un hospital, porque pueden agravar’, y nos liberaron”.

No miraron hacia atrás; solo co­rrieron y se treparon al tren. No que­rían estar más en ese lugar y llegaron a La Sagrada Familia.

“Es la primera vez que estoy aquí y les agradezco mucho. La verdad es que ahora que nos quedamos en este lugar, me sentí segura. Me siento tran­quila, porque estoy adentro, me han dado comida, techo, vestido y hasta ropa, afuera nadie tiene algo segu­ro, se les agradece bastante por esta oportunidad”.

“Partí hace 22 días y vengo de Hon­duras, de San Pedro Sula. Ha sido un trayecto difícil y complicado por los peligros, el clima y pagar allá en Fran­cin Correa al cartel para que me cruce al siguiente pueblo. Esa situación es muy complicada, pero con la voluntad de Dios todo se puede”, nos confiesa Nixon Aldair.

Este migrante fue quien ofreció la oración de agradecimiento por el desayuno que recibieron esa fría mañana de noviembre, los cerca de cien albergados en La Sagrada Fa­milia, antes de saborear unas tortitas de avena acompañadas de sopa de lentejas, un vaso con atole de arroz y una pieza de pan.

Estos son testimonios que se tejen todos los días en la Casa del Migran­te, donde los actos de solidaridad son milagros para quienes se albergan por unos días en este oasis.

Elva Ramírez Cortés
Fotografía: Federico Ríos Macías

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